KING KONG Y LA RUBIA DIMINUTA
Me recuerdo en una calle desierta de mi pueblo esperando a mi madre, sentado en el bordillo de una puerta, probablemente la de la casa de mi tía Jacinta, solo, con cuatro o cinco años. Mi madre tarda y me inquieto. Inicio mi batalla contra la fatalidad, un juego que consistía en anticipar respuestas esperanzadoras para combatir el miedo. Miro hacia el fondo de la calle y me digo “si lo primero que aparece por la esquina es un hombre significa que mi madre llegará pronto a rescatarme. Si es una mujer, significa que mi madre está a punto de llegar. Si no pasa nadie (o lo hace un perro o un asno), malo, mi madre me ha abandonado para siempre en el umbral de una puerta, como en los folletines por entregas”.
En mi juventud y madurez nunca fui una persona supersticiosa, a pesar de que el episodio que acabo de contar tiene mucho de superstición. Las supersticiones te hacen vulnerable, y yo tendría que luchar en un futuro, que ya es pasado (y presente), contra algunas hostilidades, no era cuestión debilitarme con supersticiones.
El viernes se estrenó mi última película. El futuro es tan aterrador como el de la repentina y temprana ausencia materna. (Afortunadamente, y desgraciadamente, mi madre me acompañó cuarenta y cinco años más). Quería salir, huir de casa, no estar pendiente del ordenador viendo las cifras de asistencia de los espectadores según se van produciendo. Es la mejor receta para caer en la desesperación, lo peor para rubricar una semana catártica como la vivida con mis compañeros en la intensa promoción de la película. Lo sensato es consultar los datos el día siguiente, y rezar la noche antes. Y mientras llega la mañana, disfrutar de la compañía de otros y estar entretenido. Pero no siempre soy sensato. Me dolía la cabeza, estaba demasiado cansado y demasiado ansioso. Prefería quedarme en casa, solo.
Me acompañan mi gato Lucio, un sofá de Moroso tapizado de verde oliva, roto por abundantes cojines tapizados de un tejido de flores, en blanco y negro, diseñado por Missoni, en los que me apoyo continuamente. Y la televisión, el U.S. Open, Nadal frente al francés Mahut, partido correoso donde el oponente tiene todo por ganar y nada que perder, por lo que va a muerte.
La salida del mallorquín a la pista neoyorkina coincide con el momento en que los cines cierran la sesión nocturna y empieza el recuento de entradas, que gotea lentamente desde las once de la noche hasta bien entrada la madrugada. Yo voy y vengo, del sofá verde al escritorio de Tresserra, donde tengo el ordenador. Aunque me prometí a mí mismo y a mi hermano no consultar los datos hasta la una de la madrugada, en el primer descanso del partido donde Rafa ya está a punto de perder su saque, yo no solo no descanso sino que me engancho a la desesperación de ver cómo los cines van computando con cuentagotas los datos de taquilla, primero diez pantallas, después doce, quince, veinte. Ya son las doce de la noche. Cuarenta, las doce y media, etc. Aprovecho los descansos de Rafa para entregarme a una actividad frenética, en mi personal U.S. open contra la Incertidumbre.
Nunca pienso en el espectador, mucho menos cuando escribo una historia, ni cuando la ruedo, la monto, etc. pero El Espectador irrumpe en el horizonte la semana antes del estreno, y su tamaño es el de King Kong, comparado con la diminuta y frágil rubia de turno. La noche del viernes dos, yo soy la rubia y me hallo a disposición del Espectador, no sé si voy a ser devorado o acurrucado entre sus dedos descomunales.
Sentado en el sofá verde oliva, contemplando el primer set de Nadal frente al peligroso francés, traslado mi lucha interior a lo que ocurre en la pista del U.S Open. Me siento (del verbo sentar) -y me siento (del verbo sentir)- igual que el niño de cuatro años ante la calle manchega desierta, presa de una Incertidumbre Total y Folletinesca. Si gana Nadal la Taquilla se portará bien con la Piel. Si pierde… no quiero ni pensarlo.
Intento no engancharme a un condicionante tan idiota, muestra de la fragilidad que me domina en el instante de estrenar: el miedo del portero ante el penalti. No estoy de acuerdo con el dicho de que el espectador tiene la última palabra, creo que tiene la primera, la segunda, incluso la tercera, pero la última palabra la tiene el tiempo, cuya negra espalda lo hace inescrutable, así que mejor ni pensar en ello. Me lo repito a mí mismo, como cuando uno intenta tranquilizarse a través de la respiración, en vano. La noche del dos de septiembre sigo teniendo cuatro años, la única novedad es que Nadal ha sustituido a mi madre.
Afortunadamente Nadal gana y La Piel, amenazada por zombies y alienígenas, amanece más que airosa de su primera cita con el público. Gracias a todos.
Pedro Almodóvar
5 de septiembre de 2011